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Waiheke Island noviembre 4, 2007

Posted by Nicolás Cuervo González in General.
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Amanece gris el sábado en Auckland. Me levanto como un resorte en cuanto suena la alarma, ese extra de hiperactividad y control que te entra cuando tienes un evento importante. Me las deseaba muy feliz, desayunando con tiempo mientras veía cómo se abrían algunos claros a las 9:30 de la mañana, rumiendo el muesli con paciencia y saboreando la jugosa fruta. Todo listo, a las 10 había quedado en el puerto para coger un ferry, y cuando me iba a ir del albergue, me dice la simpática de recepción que tengo que dejar la habitación. Solamente había pagado hasta la noche del viernes y yo calculaba una más, así que contrariado le digo que me quiero quedar más días; pero no contaba con que no quedara ni un solo sitio. Todo lleno, y en cinco minutos a recoger y salir pitando, las diez menos cuarto y subiendo, a un cuarto de hora para coger el ferry, de patitas en la calle cargado de cosas y saliendo el sol. Bajo la calle corriendo mientras me sujeto los pantalones, las bolsas, la cámara de vídeo enganchada al cuello, el mochilón balanceándose (zas, zas, zas, zas) y la chaqueta por encima de los hombros. Encuentro sitio en el ACB Base donde dormí al primera noche en Auckland, pero esta vez ventana en la habitación. Dan las 10 y aún sigo en el albergue, pierdo el ferry pero por suerte hay otro una hora más tarde. Dejo la parafernalia en la consigna del albergue ya que hasta la 1 no se puede hacer check-in, y me voy al puerto a coger el ferry con tranquilidad; tanta que casi lo vuelvo a perder.

Por fin en el ferry. Rumbo a Waiheke Island. Waiheke es una isla que está en el golfo de Hauraki, la tercera isla más popular de Nueva Zelanda (después de la Isla Norte y la Isla Sur claro, jeje), la segunda más grande de éste golfo y la «zona» más bonita de Auckland supuestamente; paradisiaca, rejuvenecedora y auténtica. Cuando te apeas del ferry, dicen los lugareños que rejuveneces 10 años, y algo así debe ocurrir, ya que sin darme cuenta estaba montando en bici preparado para cruzarme toda la isla.

Después de explicarle a Hamish (el hombre que alquilaba bicicletas) algunos conceptos que tenía interés en saber sobre cosas concretas de España, me puse a pedalear para llegar hasta un mercadillo típico que solamente se hace los sábados y donde me esperaban Yuso, María, Isabeletta y otra chica koreana de la cual me es imposible recordar su nombre. Como un campeón me hice todo el trecho sin bajarme en ninguna subida aunque sufrí como hacía tiempo que no sufría, cuatro años sin apenas hacer deporte envejecen, y si aguanté fue gracias a los diez que se me quitaron al llegar a la isla. El Saturday Market resultó ser un mercado muy comunero, donde parecía que los vendedores eran todos compañeros de casa, unos vendiendo zumos de frutas exprimidos en el acto con un exprimidor cualquiera de cocina, otros vendiendo tartas de limón con merengue, bizcochos, dulces, artesanía… Allí me encontré al resto del grupo que me esperaban y después de recuperar el aliento, nos pusimos ne marcha para subir hasta la que, según Hamish, el de las bicicletas, es la octava mejor playa del mundo dicho por National Geographic. Y aunque íbamos de camino, llegamos por error a otra playa más pequeñita donde hicimos la mejor parada del día. Dos calas separadas por piedras, una de ellas nudista, agua verde como es normal aquí, tranquilidad, silencio roto solamente por los pájaros, las olas y nuestras voces. Por fin me pude bañar en el mar, y es que el día se fue abriendo poco a poco, del gris matutino al azul intenso de media mañana, todo un mundo, el mismo que hay entre la vida de ciudad en Auckland, y la vida de paraíso en Waiheke. Gocé del agua como hacía tiempo que no gozaba, me hubiese quedado hasta el atardecer sin salir y flotando a la espera de ver alguna ballena aunque fuera a lo lejos.

Obviamente llegó el momento de irse, y afrontamos las cuestas más demoledoras que recuerde haber subido nunca (no soy ciclista, tampoco he subido cientos y cientos de cuestas), y al llegar a la «cumbre», disfrutamos de la merecida e implícita vista panorámica de la zona sur de la isla, con la Sky Tower de Auckland muy muy al fondo, pero visible. Todo lo que sube baja, y la bici no iba a ser menos; bajada veloz y por fin llegamos a Onetangui Beach, que para nada podría estar como la octava mejor playa según National Geographic. También influye que hacía algo de viento y no tenía la vista paradisiaca que sí tenía Palm Beach, la anterior. Una comida de circunstancias con patatas fritas, nachos y tostadas con huevos y bacon en un restaurante en el que las gaviotas merodean como buitres para avalanzarse sobre los platos en cuanto el último en levantarse de una mesa se aleje un metro; lo más cerca que he estado de revivir en mis carnes la película de Los Pájaros.

Camino de vuelta por la otra orilla de la isla en la que no existían las cuestas para alivio de mis agujeteras piernas y de vuelta en el embarcadero para esperar el ferry hacia Auckland. Antes de llegar, sin embargo, nos metimos en la última playa del día, que nos la encontramos y nos llamaba desde abajo, a dar unas vueltas con la bici y aprovechar las últimas luces. En el embarcadero, Hamish estaba esperando en su caseta y con la sin hueso muy activa, así que noes tuvo cintando cómo de joven había estado viajando por Europa y había llegado de Marruecos a un pueblo de Cataluña en el que le acogieron en una granja y le tenían como la atracción del pueblo; como ninguno en el pueblo hace veinte años sabía qué era Nueva Zelanda, pasó a llamarse Emil por decisión de la abuela de la familia, y así se quedó para nosotros también.

Un día después, hoy, madrugón de los que no recuerda mi cuerpo para ir a un mercado de coches que solamente está los domingos. Las agujetas hicieron de las suyas y aquí las tengo compartiendo aventuras conmigo. Mucho andar, negociar con vendedores para ir averigüando cómo se desenvuelven y cómo está el mercado, y de vuelta (todo esto con Yuso y Laia) para comer en su albergue, siestear mientras me leía la muerte del Capitán América que por fin he conseguido el cómic, y a cenar en casa de María. María se queda con una mujer que acoge a estudiantes que vienen a aprender inglés, y con ella está también otra chica alemana. Una cena de quitar el hipo, con tantas cosas ricas que contarlas aquí sería un crimen y un abuso de ego.

El cansancio de este fin de semana afecta no solo a mi cuerpo, también a la mente, que no me deja expresarme con justicia como merece el momento.